EL AUTÓGRAFO

21.10.2012 02:47

Hoy toca vivir del cuento. Está sin madurar. Muy verde. La idea la saque hace algunos días del blog Madridadas, o sea que independientemente del resultado, les doy las gracias. Lo he escrito, como dicen en Cádiz, “del tirón”,  y este tipo de cosas necesitan descansar en un cajón varios meses. El tiempo les saca las costuras y los errores salen a la luz. Si los detectas te pido disculpas.

 

El autógrafo.

 

La primera y única vez que fui al Bernabéu tenía siete años. Lo recuerdo perfectamente ya que fue poco tiempo después de mi cumpleaños, me costó casi dos años conseguirlo, y esperar hasta ese día se me hizo tan eterno como hoy se me hace esperar a la décima.

Mi padre había montado una hucha casera con una metálica caja de galletas.

Con un viejo formón  y un martillo consiguió hacer una especie de ranura en la tapa para meter las monedas y después de terminar ese primer trabajo, se puso a decorarla con fotos en blanco y negro de Di Stéfano que había recortado cuidadosamente del Marca.

 

Las fotos las había pegado con cola “Ebro” pero al hacerlo. algunas de ellas quedaron semitransparentes por lo que, además de ver a la Saeta rematando con el pie, con la cabeza, de espuela, sentado, con Bernabéu, con una copa, con varias copas, también se veían retazos de galletas María y brillantes colores que todavía hacían más mágicas para mí aquellas fotos de nuestro ídolo. Y digo nuestro, ya que mi padre, había conseguido sin ningún esfuerzo, que Di Stéfano fuese para mí lo mismo que para él. No en vano, era mi padre y su palabra, sobre todo en temas de fútbol, era sagrada.

Yo le había preguntado varias veces que para qué era aquella hucha pero no me contestaba. Me sonreía, me pasaba la mano por el pelo y seguía pegando fotos sin levantar la cabeza.

 

Cuando casi había terminado, me pidió una foto en color. Mi preferida, la que el mismo me había regalado en Reyes. Una en la que se veía a Don Alfredo, agachado, sonriendo delante de cinco preciosas copas de Europa.

                                                     

Yo dudé unos segundos. La tenía en la habitación, encima de mi cama, sujeta con unas chinchetas y no quería desprenderme de ella pero el insistió y fui a buscarla. Se la entregué como si no la fuese a ver nunca más y él me dijo que le ayudase a colocarla. Yo le puse con mucho cuidado cola en las cuatro esquinas y él la pegó en la tapa, justo debajo de la ranura, lentamente, aplastando con el dedo todo el contorno.

Di Stéfano una vez instalado en su nuevo hogar, nos sonrió en color por encima de aquellos clones grises y mi padre dio por terminado el trabajo.

-Cuando esta hucha esté llena, me dijo, cogiéndola  entre las manos, iremos al Bernabéu a ver al Madrid.

Para mí, que nunca había salido del pueblo, ir a Madrid suponía una aventura tan importante como para Livingstone descubrir las cataratas Victoria. No se me saltaron las lágrimas ya que por aquel entonces desconocía que de alegría también se puede llorar. Hoy, afortunadamente, ya lo he descubierto.

La hucha, a pesar de estar día sí y día también acuciada y asediada  por mi ansiedad infantil, se resistía a llenarse. Al principio, durante varios meses, cada vez que llegaba del colegio la cogía entre mis manos y la movía rápidamente a un lado y a otro como si al golpear aquellas monedas entre si pudiesen multiplicarse. Luego me acercaba hasta mi padre y le hacía la pregunta del millón:

-¿Falta mucho?

Entonces él me miraba desde arriba y  me decía siempre la misma frase.

-Sí, falta mucho, pero el Bernabéu es eterno y nos esperará. No seas pesado.

El “no seas pesado” era la coletilla. Todavía hoy me parece increíble la paciencia que tuvo mi padre con aquella hucha. Yo no era pesado. Era pesadísimo. Era un plasta profesional y aquella hucha era mi santo grial. Le hice la misma pregunta tantas veces que si no me tiró la hucha a la cabeza debió de ser por no recoger las monedas…

 

Llegó el final de la liga y la hucha seguía sin llenarse. Cosa nada extraña ya que, aunque yo echaba algo de mi paga nunca vi a mi padre echar ninguna moneda. Un día que se lo dije, me miró, abrió su cartera, saco un billete, lo dobló cuidadosamente y mientras lo introducía por la ranura me dijo:

- Esto no suena pero es música celestial. Dentro hay varios. Ten paciencia. No seas pesado.

La hucha estaba en un mueble de la sala. Más o menos a la altura de mis ojos. Un día al ir a cogerla para meter una peseta se me resbaló de las manos, dio media vuelta en el aire, y se estrelló con estruendo contra el suelo a la vez que se abría y las monedas se esparcían rodando locamente por toda la sala.

Mi madre alertada por el estruendo apareció abriendo de golpe la puerta de la sala y al ver el susto en mi cara me dijo:                    

-Recoge las monedas. Tu padre no tardará en llegar.

Así lo hice, pero cuando estaba metiendo las monedas de nuevo en la hucha me di cuenta de que una esquina se había doblado y no cerraba bien. Dejé la hucha en su sitio y en cuanto vino mi padre corrí hacia él por el pasillo y se lo conté atropellando mis palabras. No le dio ninguna importancia y después de coger la hucha, fue a buscar su pequeña caja de herramientas y con dos leves martillazos consiguió enderezarla.

Desde aquel pequeño percance hasta que la abrimos, pasó casi un año y medio en el que la caja fue engordando mes tras mes.

Fue, como no podía ser de otra manera, el día de mi cumpleaños. Yo lo intuía pero no dije ni una palabra y esperé  nervioso a que llegase la fecha señalada.

Después de comer y soplar una tarta que había hecho mi madre, estiramos una manta morada en la mesa de la cocina y volcamos el contenido de la hucha lentamente encima de ella.

Me sentí como si estuviese en la isla del tesoro y hubiese encontrado un cofre lleno de oro y joyas. Las relucientes monedas, de varios colores y tamaños, fueron suavemente cayendo a la mesa a la vez que sus brillos nos iluminaban con destellos plateados. Entre ellas, mezclados, como libros en miniatura, cayeron unos cuatro o cinco billetes de color marrón. El tintineo, aquella cascada de sonido celestial, fue cesando, y cuando una última moneda perezosa se abatió sobre aquel montón de dinero el silencio se adueñó de la cocina.

Estuvimos varios minutos sin decir nada, con los ojos relucientes, mirando aquel tesoro que poco a poco habíamos ido ahorrando.

                                                          

 

Mi padre fue el primero que hizo algo. Empezó a hacer montones de cinco pesetas y me dijo que yo hiciera lo mismo con las escasas monedas de veinticinco y de cincuenta. Mi madre se encargó de las pesetas y de los valiosos billetes.

 

Tardamos más de media hora en tener todo contado y empaquetado en papel de periódico.

Habíamos conseguido un montón de cartuchos de escopeta con letras de imprenta. Los metimos en una bolsa de la compra y mi padre salió de casa para cambiarlos en la caja de ahorros. En media hora estaba de vuelta en casa con todo el dinero convertido en billetes. Nos sentamos los dos en el sillón de la sala, sacamos un almanaque en el que aparecían todos los partidos del Madrid y decidimos ir a ver el partido contra el Athletic, el de la jornada veintiuno que se disputaría en dos semanas.

El domingo del partido nos levantamos a las 6 de la mañana. Cogimos el primer autobús que salía para la capital de la provincia y luego ya el que nos llevaría a Madrid.

                                                     

Tardaba unas cinco horas y mi padre se había informado de que desde la parada del autobús hasta el Santiago Bernabéu se tardaba en metro unos quince minutos.

Me dormí enseguida acurrucado por el sonido de la radio de mi padre y aunque me pareció que solo habían pasado cinco minutos me desperté de repente y vi que la gente se había levantado y se movía por el pasillo hacia la puerta de salida. Eran las once de la mañana y el autobús se había parado en un bar de carretera para descansar. Bajamos, fuimos al baño y mi padre se tomó un café con leche y a mí me compró una madalena que devoré como un tigre.

Llegamos a Madrid a la una de la tarde y buscamos un sitio para comer. Hacerlo fuera de casa era parte del regalo y aunque mi madre se había empeñado en que llevásemos bocadillos mi padre se negó y dijo que un día era un día. Pasamos delante de varios restaurantes y bares, pero mi padre después de preguntar el precio del menú decidió seguir caminando. Yo creo que me dijo que en el centro era todo mucho más caro y que buscaríamos algo más económico no muy lejos de allí. Después de andar durante media hora llegamos a un pequeño bar llamado “El 27”. A mí el camino me encantó, yo no paraba de mirar a todos los lados, sobre todo a aquellos gigantescos edificios que nos flanqueaban y a los miles de coches que pasaban por aquellas calles. 

Después de hablar con el señor de la barra, mi padre me hizo una seña para seguirle a través de una puerta que se abría como las del Oeste.

Pasamos a una pequeña sala en la que había media docena de mesas, dos de ellas ocupadas y nos sentamos en la que estaba debajo de una pequeña ventana que daba a un patio.

Dimos buena cuenta de la comida y hacia las tres de la tarde, salimos hacia el Bernabéu.

Después de preguntar a una pareja e informarnos del lugar donde estaba la boca de metro más cercana empezamos a caminar.

 

No tardamos mucho en encontrarla y a mí me encantó. Nunca había viajado en tren y mucho menos en metro. Mi padre lo había hecho una sola vez, y tardó mucho tiempo intentando recordar como funcionaba aquel laberinto. Aunque miraba todas las líneas como si tuviera que aprendérselas al final tuvo que preguntar dos veces para sacar los billetes. Nos dijeron que teníamos que hacer un trasbordo y con el nombre bien aprendido empezamos a caminar por aquellos transitados pasillos en busca de nuestra estación.

Seguimos las flechas, bajamos y subimos muchos escalones hasta que llegamos al andén. En dos minutos llegó el metro precedido de un estruendo que me puso los pelos de punta. Para mí, para un niño provinciano, aquel sonido, aquel viento, aquel gigantesco metro era algo increíble. Estaba deseando volver para contarlo en el colegio pero por el momento quería seguir disfrutándolo.

Lo que más me llamó la atención fue el gentío que llenaba toda la ciudad y sobre todo aquellos concurridos túneles. Gente, y gente y más gente. Mi padre no me soltaba de la mano y a pesar de ello, justo al entrar por la puerta del vagón, estuve a punto de soltarme ya que me encontraba prácticamente ahogado por la multitud.

Mi padre, haciendo un gran esfuerzo, consiguió un pequeño hueco para que me situase delante de él, y después de colocarme las manos en mis hombros me dijo que estuviese tranquilo, que no tardaríamos mucho en llegar. Yo estaba tranquilísimo y feliz, y aunque tenía muchas ganas de llegar al estadio no me hubiese importado seguir en aquel tren horas y horas.

Llegamos a la estación donde teníamos que hacer el trasbordo y bajamos entre una riada de gente. Medio arrastrados y apenas sin darnos cuenta y sin bajar ninguna escalera llegamos a la otra estación, y esperamos al siguiente metro. Esta vez tardó un poco más y cuando montamos estaba mucho más vacío que el anterior. El metro arrancó y conseguimos un par de asientos. No había pasado ni un minuto, cuando mi padre se levantó de golpe y dijo, mientras me cogía de la mano y se encaminaba a la puerta:

-Este no es. Nos hemos equivocado.

Bajamos en la siguiente estación y mi padre sin mirar las líneas pregunto directamente por el metro para el Bernabéu. Nos dimos cuenta de que no habíamos hecho el trasbordo en la estación correspondiente y ahora nos iba a costar mucho más. Empezamos a subir y bajar escaleras y como estábamos un poco perdidos volvimos a preguntar y nos dijeron que íbamos en sentido contrario. No se cuándo nos habíamos equivocado, pero ya eran las cuatro y mi padre me cogió de la mano y empezó a acelerar el paso.

Íbamos tan deprisa que al doblar una esquina tropezamos con dos hombres y casi nos fuimos al suelo, uno de ellos se abrazó a mi padre para no caer y el otro se disculpó. Seguimos corriendo y cuando estábamos bajando unas escaleras, vimos con gran alegría a cuatro chicos de unos veinte años que llevaban una gran bandera del Madrid. Mi padre, aunque era obvio que iban al partido, se lo preguntó para confirmarlo y cuando le dijeron que si les pidió por favor si podíamos acompañarles ya que nos habíamos perdido.

Respondieron que si, que no les importaba y que les siguiésemos tranquilamente. Así lo hicimos y hoy lo recuerdo como una de esas excursiones en las que el guía levanta una banderita de color para que nadie se pierda, pero con la diferencia de que nuestra banderita era la del Madrid.

Cambiamos de metro dos veces y en el último trasbordo ya íbamos rodeados de cientos de personas con banderas que iban al Bernabéu. Habíamos perdido la referencia de nuestra bandera original y a los cuatro amables jóvenes,  pero ahora a cambio podíamos elegir entre otras muchas de todos los tamaños.

Sin más percances que las increíbles apreturas y el miedo que tenía a perderme de mi padre. bajamos donde vimos que más gente con banderas lo hacía.

Milagrosamente, como si de una aparición se tratase, la figura del Bernabéu apareció majestuosa ante nosotros. Nos paramos los dos de golpe, resoplando todavía por los esfuerzos pasados  y nos miramos con complicidad. Aquella visión nos acababa de compensar por toda la carreras.

                                            

 

Empezamos a caminar lentamente con la vista fija en aquel estadio y cuando llegamos a su lado, levantamos la vista hacia el cielo y vimos el cielo.

Así, atontados, como provincianos, como lo que éramos, pasamos varios minutos mirando aquel estadio. Lo admirábamos de arriba abajo, de derecha izquierda, de lado, de costado, lo mirábamos de todas las manera posibles, como si nuestras retinas tuviesen la obligación de aprendérselo para toda nuestra vida.

A mi padre le habían dicho que llegando con un par de horas de antelación no tendría problemas para conseguir las entradas pero con el retraso le noté preocupado.

Nos pusimos en una pequeña cola y esperamos nuestro turno. Cuando pidió las entradas que quería, las más baratas, le dijeron que estaban agotadas y por un momento vi que encogía hasta llegar a mi altura. Pidió otras más caras y también estaban agotadas. Yo notaba como poco a poco su cara se iba poniendo tan blanca como la camiseta de su equipo. El señor de la taquilla le ofreció las únicas que quedaban, unas mucho más caras de lo que tenía previsto. Vi como dudaba pero después de mirar mi cara echó mano a la cartera para ver si le llegaba el dinero. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y allí no estaba, hizo lo mismo en el bolsillo interior de la chaqueta y tampoco la encontró. Empezó a buscar con las dos manos, palpando y buscando en toda su ropa pero fue inútil.

-¡La cartera!, dijo asustado, la he perdido.

El señor que estaba detrás de nosotros le comentó que si estaba seguro y le dijo que mirase bien dentro de todos sus bolsillos. Mi padre lo hizo una vez más y negó con la cabeza.

-¿No se la habrán robado? Comentó uno que estaba más atrás.

Entonces mi padre se acordó del tropezón. Aquellos dos hombres…uno…uno se abrazó a él de una manera forzada. Un roce, un leve roce le vino como un rayo a la mente, como una luz que iluminó aquel gesto. Ahora lo notaba de nuevo. Notaba su mano y aquella misma mano empezó a ahogarle el pecho y se tuvo que sentar en un pequeño  bordillo al lado de la taquilla.

-¿Se encuentra bien? ¿Está usted bien? Le preguntaron rodeándole varios de la fila.

Mi padre levantó la cabeza, miró a todos y después de fijar la vista en mí, se levantó con cierto esfuerzo y dijo:

-Si, no se preocupen. Me han robado la cartera. Voy a denunciarlo. Sigan, sigan… dijo mientras me cogía de la mano y nos alejábamos del corro.

Yo estaba callado. Ver a mi padre de aquella manera me había dejado sin voz. El fútbol había pasado a un segundo plano y lo único que quería era volver a casa cuanto antes. Pasamos al lado de un banco y mi padre se sentó. Allí estábamos, sentados en un banco, frente al Bernabéu, sin un duro cuando oí una frase que todavía hoy recuerdo.

 

-Vamos a oír el partido como nunca lo hemos oído. Sacó la pequeña radio que llevaba en el bolsillo, la colocó en el banco en el medio de  los dos, y puso el sonido muy alto. Vamos a oír al Bernabeu rugir los goles del Madrid. Hemos venido hasta aquí, y aquí vamos a ganar.

 

Me sonrió, sonreí y dejamos que aquel día primaveral, aquella primera visita para ver al Madrid se convirtiese en una fiesta y en una radio más. La mejor radio del mundo. Mi padre radió el partido acompañando al locutor, trenzó las jugadas, y me hizo ver el fútbol como nunca lo había visto antes.

¡Gooooooool! ¡Goooooool! de Di Stéfano cantó el locutor, canto el Bernabéu y cantamos nosotros poniéndonos de píe en el banco, saltando, bailando y abrazándonos. Quedamos 3 a 0. Ganamos. En el Bernabéu. Él y yo más los goles de Puskas y Di Stéfano. Fue el mejor partido de mi vida.

Cuando acabó el partido seguimos allí parados viendo como poco a poco una riada de gente nos iba envolviendo. Pasó media hora y vimos que a lo lejos en una esquina se había amontonado mucha gente. Nos dijeron que era el sitio por donde salían los jugadores.

 

-¿Quieres un autógrafo? me preguntó mi padre.

                                    

 

No me dio tiempo a responder, se levantó y yo le seguí sin decir nada. Cogió un marrón papel arrugado de una papelera cercana  y  nos fuimos hasta aquella esquina. Esperamos entre toda aquella gente durante más de una hora. Por allí no salía nadie y a mi me empezaron a doler las piernas. Le dije si nos podíamos marchar y contestó que sí. Cuando habíamos caminado unos doscientos metros y justo cuando estábamos a la par del banco en el que habíamos visto el mejor partido del mundo, me dijo que me sentase, que le esperase diez minutos y que no me moviese de allí.

Salió corriendo hacia la esquina por donde salían los jugadores y le vi desaparecer entre la gente. Tardó pocos minutos en volver. Venía sonriendo y moviendo alegremente el papel en el aire. Yo me imaginé lo que había pasado y corrí impaciente hasta casi llegar a su lado. A llegar, me miró, se agachó hasta poner sus ojos a la altura de los míos y dándome aquel papel me dijo:

 

Lo he conseguido. Para ti. El autógrafo del mejor jugador del mundo. Nunca habrá uno mejor.

 

Yo cogí aquel sucio papel como quien coge las tablas de la ley. Como si se fuese a evaporar al tocarlo. Como si al tocarlo Di Stéfano me fuese a dar la mano.

 

Tenía una simple dedicatoria, un “para ti” que me supo a gloria. Una dedicatoria y luego su firma. No conocía a nadie en el mundo que tuviese algo igual y en aquel momento, en aquel glorioso momento, tampoco conocía a nadie en el mundo que fuese más feliz que yo.

 

Volvimos a casa aquella misma noche.  Mi padre tenía las señas de un amigo con el que había hecho la “mili” y decidió ir  hasta su casa. Habló con un taxista, le explicó la situación y le dijo que le pagaríamos al llegar. Afortunadamente su amigo estaba en casa y después de comentarle que nos habían robado nos dio el dinero suficiente para pagar el taxi y volver a casa. Mi padre dijo a su amigo que le devolvería todo el dinero y después de darse un abrazo nos despedimos.

Nos dio tiempo de sobra a coger el último autobús y aquella noche al acostarme estuve mucho tiempo sin conseguir dormir. Oía los goles en mi cabeza y me veía saltando con mi padre celebrándolos. No era un sueño, habíamos ganado en el Bernabéu y hasta hoy aquella ha sido mi mejor victoria.

 

Hoy,  muchos años más tarde, aquel autógrafo sigue conmigo. Mi madre planchó aquel sucio papel y mi padre lo enmarco. Cuando llegó el tiempo de irme de mi casa, el autógrafo fue lo primero que entró en mi maleta. Hoy vivo solo, y a veces, sentado en el salón, cuando oigo una de esas estúpidas tertulias en las que se preguntan quién es el mejor jugador de la historia, levantó la vista a la pared, miro el autógrafo, y me pregunto si mi padre no disimuló más su letra para que tardase poco tiempo en descubrir que el autógrafo era suyo, o si fue incapaz de disimularla.

Fuese como fuese, y aunque los dos lo sabíamos, nunca nos dijimos nada, y a veces cuando viene a casa y mira aquella firma, me sonríe y yo le respondo de la misma forma.

No en vano, los dos sabemos que con permiso de Di Stéfano ese es el autógrafo del mejor jugador de la historia. Mi padre.

 

Tema: EL AUTÓGRAFO

Visitantes....

fred gwynne | 22.10.2012

Y gracias de nuevo a Geryon por conseguirme lectores allende los mares...

Cuéntame un cuento.

fred gwynne | 22.10.2012

Gracias por venir. El cuento es un poco "cuéntame", tipo "senior" para el hogar del jubilado. Yo creo que la familia son los Alcantara...
Me alegro de que os haya gustado o me alegro de que me hayáis mentido. Una de dos. O las dos...

Por cierto, los cinco euros que os prometí por hacer comentarios positivos ya os los daré un día de estos...

Me encantó

David | 22.10.2012

Fredy que bonito cuento.Me ha gustado mucho.

Re: Me encantó

geryon | 22.10.2012

Sí, y no está tan verde. Si lo cocinas mucho pierde frescura

Anacronismo delicioso

geryon | 21.10.2012

...

galletas.

fred gwynne | 21.10.2012

No me había fijado pero me parece perfecto. Creo que Guardiola en catalán es hucha. Pepe Hucha. Suena a personaje de tbo de Ibañez...
Y las galletas yo creo que se las comieron en la tarta de cumpleaños.

Lo normal en estos casos. El Madrid siempre se suele merendar al Barcelona...

El mejor jugador de la historia

Roberto | 21.10.2012

Hola Fred.
Me a entretenido mucho el relato de tu vivencia, pero me a faltado una fotico al autógrafo del mejor jugador del mundo jejeje ¿te has fijado que la caja de galletas es de Sólsona (se pronuncia sulsona) de Barcelonaaaa? para ir al benrabeu.....

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